Algunas palabras de nuestro diccionario nacen de la ficción, de la capacidad de invención de un artista; un escritor (lo más común), un actor, un cineasta… veamos algunos ejemplos.

Si el hombre es un seductor diremos que es un donjuán o un tenorio. Si además de atractivo es un hombre de complexión atlética, es un tarzán. Si es un hombre hipócrita o falso lo tildaremos de tartufo, como el protagonista de la comedia de Molière. El genial teatrero francés, nacido Jean Baptiste Poquelin, tiene este inolvidable epitafio: «Aquí yace Molière, rey de los actores. Aquí hace de muerto y la verdad es que lo hace bien». El hombre que en la soledad y sin ayuda ajena llega a bastarse a sí mismo es un robinsón, tal y como lo creó Daniel Defoe en su «Robinsón Crusoe».
Gracias a Cervantes y su Quijote sabemos que una moza de servicio, ordinaria, fea y hombruna es una maritornes. Y que a la mujer que amamos la llamamos dulcinea. Y por supuesto todos sabemos que un rocín matalón es un rocinante.
Una alcahueta es una celestina y un alcahuete es un galeoto. Aquella por la novela de Fernando de Rojas y este por Galeotto, el mediador en la relación entre la reina Ginebra y Lancelot.
Por la Biblia sabemos que un adán es un hombre desaliñado, sucio o descuidado. Que una magdalena es una mujer arrepentida de sus pecados. Que un barrabás es una persona mala. Y que un judas es un traidor. Por razones que ignoro una marta es una mujer piadosa o una mujer aprovechada. Desde luego que en su primera acepción se refiere a la hermana de Lázaro.

Por «La Ilíada» y Esténtor, uno de sus personajes conocido por su potente voz, tenemos estentóreo, dicho de la voz o del acento: muy fuerte, ruidoso o retumbante. Y gracias a otro personaje de «La Odisea» sabemos que una circe (una hechicera en el texto homérico) es una mujer astuta y engañosa.
Pierre Alexis Ponson du Terrail, novelista francés que inventó a su personaje Rocambole, nos lega rocambolesco.
Gracias a la novela picaresca española sabemos que un lazarillo es el muchacho (o el perro) que guía y dirige a un ciego.
Charles Perrault, a quien tanto debemos en tanto que creador de cuentos inolvidables como «Caperucita Roja», «El gato con botas», «Pulgarcito», «La Bella durmiente» o «Barba Azul», también escribió «La cenicienta», finalmente sinónimo de persona o cosa injustamente postergada, despreciada. Otro francés, Beaumarchais, se sacó de la mente al barbero Fígaro y por eso los llamamos así. O los llamábamos, mejor dicho.
Vladimir Nabokov acertó de lleno al escribir sobre una adolescente seductora y provocativa: una lolita.
Samuel Richardson, justamente olvidado escritor inglés, escribió sobre una mujer que usaba un sombrero de paja, bajo de copa y ancho de alas: Pamela. Por la misma razón –una prenda que viste una protagonista– nos ponemos una rebeca, por la actriz de la peli de Alfred Hitchcock. Joan Fontaine para más señas. Por el cine sabemos que hablar de forma disparatada e incongruente sin decir nada de sustancia es cantinflear. Y que una actuación pública, colectiva, grotesca o ridícula es una charlotada.

Y por el cine y su poderosa influencia, ningún niño dice cervato o cervatillo para referirse a la cría de un ciervo menor de seis meses. No hace falta que te diga qué palabra sustituye a las dos mencionadas ¿verdad? Pista: es la única palabra de nuestro diccionario que procede de la factoría Disney.

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